Visita al Zoológico de Buenos Aires
publicado en 27 Jul 2011

El pasado día del amigo me encontró en la capital federal de mi país natal, algo lejos de la mayoría de mis amigos con quienes celebraré luego sin necesidad de excusas ni calendario. El pasado día del amigo fue un día gris de pleno invierno cargado de emociones.
Decidí pasar mi tarde libre en el Zoológico de Buenos Aires, entre animales, entre amigos. El reino animal y la naturaleza en general me han cautivado desde muy temprana edad y en este año a partir de mis reincidentes visitas a la reserva de monos he vuelto a confirmar esta faceta sensible de mi ser. Recorrer un zoológico tan importante parecía entonces un excelente plan.
Me encontré el zoológico al salir del subterráneo en el medio de la gran ciudad, clavado entre cuatro monstruosas avenidas. Esas avenidas que uno tarda varios minutos en cruzar, superpobladas de humo y un ruido infernal. El zoológico lleva allí algo más que una docena de décadas, el humo y el ruido no se sabe bien. Pague y luego entonces ingresé, planito en mano siguiendo el sendero. El recorrido comenzó con un sentir extraño, dudando de haber entrado al lugar correcto. Continué la marcha acompañado de la nostalgia y el coraje (en su significado mexicano que se parece a la bronca). Por momento los ojos húmedos y bien abiertos, los músculos tensos, el corazón estrujado y el frío por dentro y por fuera.
Teñidos del color de su alimento, algo amontonados contra la valla de la Av. Sarmiento un grupo de flamencos aturdidos que uno ve de lejos detrás del lago Darwin. Poco más adelante un precioso edificio bien catalogado Patrimonio Histórico hace las veces de hogar para aves y monos latinoamericanos. El edificio fue cortado como una pizza y trasformado en pequeñas jaulas en donde aves y monos viven con escaso espacio, sin vegetación y entre cemento, como si nosotros tuviéramos razón.
Especulando con que el error fue comenzar por la izquierda entonces vallamos por la derecha del sendero. Si uno toma su derecha pasando el lago Darwin se encuentra con el recinto de los osos, animal sorprendente si lo hay. Osos de anteojo medio peleaban por la comida que unos no tan niños les arrojaban. Junto a ellos el oso polar. Blanco como la nieve el ejemplar es presentado por un cartel que advierte que es capaz de caminar cientos de kilómetros en un día. Uno levanta la vista y sobre el cartel la ventana del recinto donde difícilmente el oso camine kilómetros aunque el día se trasforme en años. Mas bien parecería que morirá mareado de girar sobre su propio eje si es que se atreve a intentarlo.
Luego los favoritos de muchos, felinos de toda clase y color. Leones, tigres, jaguares, chitas, pumas, panteras y parientes cercanos. Pelajes alucinantes, sonidos increíbles, garras amenazadoras. Todo esto en recintos pequeños en donde la gente molesta al gatito con la seguridad del cerco que los separa. Por dentro los gatitos parecen aburridos del mismo paisaje, hay quienes esperan echados mientras que otros más nerviosos caminan en círculo. Frente al tigre de bengala un par de elefantes embarrados y artos del flash, ellos sin verde, sin nada verde.
Más adelante algunos recintos superpoblados. Son cabras, llamas, vicuñas, carpinchos y ciervos que parecen no tener problema en reproducirse en cautiverio. El problema es que nazcan en cautiverio para morir en iguales o peores condiciones. Siguiendo el recorrido antílopes negros, bisontes gigantes, hienas que no tienen de que reir, una cebra solitaria y monos, más monos. Papiones, patas, mandriles que se suman a los latinoamericanos encarceladas en el bonito edifico cerca de la entrada.
Bajo el agua turbia de un estanque algunos hipopótamos, uno menos que antes de que el ausente se trague una lata. Me pregunto qué hace un hipopótamo en mismo lugar que una lata. Tal vez lo mismo que su vecina la jirafa hacía en el mismo lugar que una bolsa que le costó la vida, ergo también el reemplazo por un nuevo ejemplar.
Después de haber visto suficiente llegué con el orangután, hermoso animal de pelo lacio que descansaba en soledad, aunque el cartel lo presentaba en pareja pero quien sabe porqué ya no lo está. Vecino del orangután es el chimpancé. Homínidos y hermanos, ellos y nosotros. En la primer pecera un pareja de chimpancé con cría, en la segunda un ejemplar solitario, como el orangután y el oso polar. De los chimpancé la gente se ríe mucho, entretienen a grandes y chicos con sus conductas que sorprenden a los desentendidos. Sucede que nos cuesta tanto reírnos de nosotros que ellos son lo más parecido que encontramos. Tras el vidrio ellos también nos miran y apuesto a que también se ríen de vez en cuando. Por momentos son ellos los que nos observan, junto a mi un niño con discapacidad se miraba fijo con uno de los chimpancé y siento que se entendían perfectamente. A los dos se los juzga de inferiores siendo que ambos son muy capaces a sus maneras. El chimpancé que estaba sólo me generó tristeza, mucha tristeza. Todo el tiempo intentando escapar, él no comprende porque lo han encerado. Y yo tampoco. Me arrodillé disimuladamente junto al vidrio que nos separaba y le pedí disculpas, en nombre de todos nosotros a todos ellos le rogué que supiera disculparnos. Le juré cuando lo entendía y le dí toda la razón, atravesé por un momento la aún infranqueable barrera de la especie para reconocerle su derecho a la libertad y para velar por él y por tantos otros.
Habiendo visto más que suficiente, dudando acerca de mi próxima visita a un zoológico y escuchando por los altavoces que el parque había cerrado comencé a caminar rumbo a la salida. Otra vez hice todo el recorrido aunque con pasos más rápidos y la mirada gacha. Igual veía las jaulas mientras me las imaginaba vacías o abitadas por quienes realmente merezcan estar ahí. Afortunadamente no sé quines serán los desdichados pero apuesto que ninguno de los que durmieron esa noche en un zoológico.

Franco Peruggino Levenson
22 de julio de 2011